“Más vale ser llamado tonto que chivato”
Dicho popular.
Uno de los principales problemas que tenemos a la hora de confiar en la colaboración por parte del alumnado (sobre todo cuando de acoso escolar se trata), esperando de ellos la mejor de todas las aportaciones (avisar del problema al profesor), es lo terriblemente marcado y equivocado que tienen el concepto del informador.
Para ellos, un chivato es una figura a denostar que se mete en problemas que no son suyos y que se lo cuenta a la autoridad.
Los adultos debemos tener bien claro que eso es un pensamiento infantil, un recurso de las personas que no actúan bien para controlar la información y evitar así afrontar consecuencias por sus actos.
En resumen: La presión social del odio al chivato es un mecanismo de impunidad al servicio de los agresores.
Lamentablemente, encontramos a adultos que creen, practican y enseñan los fundamentos de esta ley del silencio. No es poco frecuente que los docentes tengamos que lidiar con padres y madres que aconsejan a sus hijos, de manera antipedagógica, “tú no seas chivato”, proponiéndoles que no se metan en «problemas de otros». Una perspectiva tremendamente egoísta e infantil que dificulta la capacidad de los docentes para detectar casos de acoso escolar en clase, y que incluso puede llevar a algo tan perverso como instar a las víctimas a colaborar en la discreción de los ataques que sufren.
Por desgracia, los profesores no nos libramos de lucir nuestras manzanas podridas: Aunque no se trate del caso general, entre educadores de Infantil usando el «no te chives», maestros de Primaria enarbolando el «chivarse está muy feo», profesores de Secundaria amonestando a quienes piden ayuda para terceros y docentes de post-obligatoria asegurando que actuar así es «generar conflicto en el aula con los compañeros de los que se informa», he sido testigo de suficientes casos como para reconocer que, en nuestro propio gremio, aún queda mucho trabajo por hacer.
Con la hipotética y absurda figura del chivato tan estandarizada… es tremendamente complicado luchar, afrontando el problema en contra de un amplio sector de la sociedad que valida y blanquea su demonización.
Destruir esa ilusión, ese código tan afianzado, puede resultar en un coste de energía perdida. Sobre todo si solo usamos palabras y charlas en tutorías para tratar el asunto.

Pero debemos quitárnoslo de encima.
Así que… me propuse desmitificarlo y sacar de la categoría de «chivatos» a las personas que ayudan a otras. Y, más difícil todavía, guiar a la clase para que llegasen a esa conclusión «ellos solos», por acuerdo mayoritario.
Es por eso que planteé los actos que siempre habían sido considerados «chivatazos» como un proceso que dependía de cuatro variables de dos estados:
Honestidad: Cuestiona la veracidad o falsedad de los hechos sobre los que se informa.
Sujeto: Se refiere a la persona sobre la que se notifica, afectando al propio informante o a un tercero.
Intencionalidad: Pondera si la finalidad de informar persigue un resultado beneficioso o perjudicial.
Objetivo: Evalúa sobre quién se consigue dicho efecto reportando, si sobre el propio informador o sobre otra persona.
Cuatro parámetros, con dos estados posibles cada uno, genera 16 combinaciones, 16 formas de proceder que, equivocadamente, han sido englobadas sin matices bajo la misma etiqueta.

La idea de desgranar todas las conductas, teniendo en cuenta estas diferencias, y promover entre los alumnos un análisis de las mismas, estableciendo la premisa de que solo una de ellas cuadra con el concepto «chivato» (esto no tiene por qué ser cierto, pero buscamos convencerlos y, poner reglas al juego, contribuye a ello), es la mejor manera de conducirlos.
Aquí te dejo una copia en formato PDF y otra en formato hoja de cálculo, por si te apetece ponerla a prueba.
¿Mi verdadera intención? Salvar al número 10. Sacarlo de la consideración de chivato y reivindicar su actuación ante toda la clase. Es más, por acuerdo de la clase.

Es el número 10 el que habla de los espectadores del acoso escolar que deciden llevar a término la mejor y más efectiva de todas las acciones de defensa: Notificar a los profesores la situación de abuso que está soportando un compañero o compañera.
Al llegar al aula, se plantea la actividad como una dinámica lúdica en la que los alumnos podrán explayarse. El supuesto objetivo del juego es decidir, entre todos y por mayoría, qué etiqueta poner a cada uno de los informadores de la tabla (porque, llamarlos chivatos a todos, es incorrecto. «Solo uno lo es»). Hay que encontrar la palabra adecuada para el resto.
En seguida entrarán al juego divirtiéndose, puesto que la tabla contiene combinaciones muy locas y graciosas, como la número 7 («cuenta algo falso sobre sí mismo para conseguir algo perjudicial para él») que les entretendrá mucho «calificar». Dependiendo de la edad de los alumnos, las etiquetas variarán entre «tonto» y «gilipollas».
No los censures, incluso si las palabras son inadecuadas. Que crean que tienen libertad absoluta para denominar y que no los estás conduciendo o filtrando.
Así de sutilmente habrás introducido la idea de que no todo puede ser un chivato y, entrando al trapo (incluso si es mediante insultos), subconscientemente la estarán dando por cierta.
Si califican al 7 como al «idiota», diferenciándolo del «chivato», ya no será un chivato. Así que habrán asumido como cierta la premisa de que no todas las conductas de la tabla señalan a un chivato.
De manera divertida, ya se han abierto a reconsiderar el concepto y reubicarlo.
Ve haciendo preguntas y votaciones, intentando que pongan nombres a cada combinación y descartando grupos de frases.
Irás viendo que hay descartes muy amplios.
No pasará mucho antes de que alguno de tus alumnos te diga que las conductas de la 1 a la 8 pueden descartarse juntas, porque «lo que se cuenta es falso», y “eso no es un chivato. Es un mentiroso”.

En mi tierra, el que cuenta mentiras de esta forma es un “mete-fuego”. Es probable que la clase no vea más allá de la mentira y se limiten a calificar a toda la primera mitad de la tabla como a «falsos».
Perfecto: Sin perder de vista el objetivo de esta dinámica (dignificar al 10), iremos dando (socialmente) por perdidos a todos los demás al ritmo que marque nuestro alumnado.
Les encantará el descarte amplio (sobre todo si el juego acaba convirtiéndose en «la caza del chivato». De hecho, puedes decirles que la actividad se llama así, puesto que están buscando quién de todos los de la tabla lo es), de forma que es muy probable que pretendan hacer otro descarte amplio.
Las conductas de la 13 a la 16 también suelen ser agrupadas: Si lo que alguien cuenta es sobre sí mismo, y además es cierto, es una confesión, no un chivatazo.

Y así, en dos tajadas, ya nos hemos quedado solo con 4 posibilidades.
El resto, han sido salvadas de ser consideradas chivatos.
Puede que el nuevo estatus no sea mucho mejor, pero al menos no son chivatos, y a estas alturas ya será una idea muy aceptada que, generalizar el epíteto a todas, era un error.
“Resulta que teníamos el concepto muy equivocado”, diles.
Aviso: Durante toda la dinámica te interrumpirán para contarte anécdotas (asegúrate de que no estén recriminando algo relacionado con alguien presente). Si no te parece que estén personalizadas y dirigidas, déjales que hablen. Es más, cuando cuenten una vivencia, pide a la clase que vote cuál de las combinaciones de la tabla acaba de ser descrita. Que se acostumbren a que el etiquetado requiera una aprobación por parte del foro y que no responda a una iniciativa individual.
Ya solo quedan de la 9 a la 12.

La 11 también se descartará rápido: Nadie haría algo así buscando algo perjudicial para sí mismo. Le pondrán un nombre gracioso (“el masoca”, por ejemplo) y seguiréis la dinámica sin más.
¡Ya solo quedan 9, 10 y 12! Llegamos a la zona delicada.

Visualiza tu objetivo: Va a ser casi imposible reivindicar todas las posturas y salvar todas las conductas de la etiqueta de «chivato», así que todo este esfuerzo está destinado a salvaguardar al 10… aunque esto signifique sacrificar al resto.
Tendrás que hacer acopio de toda tu paciencia, mano izquierda y argumentación para reivindicar a 10 sin que se note que los diriges.
La mejor forma de lograrlo es permitiendo las reflexiones que perjudiquen a 9 y 12, mientras que, cada vez que alguien intente censurar a 10, procedas a compararlo con 9 y 12. ¡Está chupado! 9 y 12 son fácilmente denostables para los estudiantes. Incluso si alguno quiere señalar a 10, tendrá que reconocer que es un angelito comparado con los otros dos.
Es el momento de hacer la jugada maestra:
«Tenemos que decidir cuál de estos tres es el verdadero chivato».
No permitas dos rondas de votación para descartar primero a uno: Esto dificultará el resultado buscado. Que voten de entre los tres.
Al final, el alumnado acabará decantándose por escoger «al más malo» entre 9 y 12, olvidando completamente a 10. Genial: 9 y 12 son nuestro cebo.
Gestiona una votación y un recuento (puedes hacerlo mediante un formulario de Google).

Ahora dales una alegría: Resulta que no había un chivato en la tabla. Habían dos. ¡Todos han «ganado» localizándolos!
Para diferenciarlos, pídeles que pongan las etiquetas que faltan.
Al 9 lo tildarán de «interesado rastrero».
Al 12 lo tildarán de «acusica».
Pero… ¿y el 10?
Está claro que, «chivato», no es.
Si has gestionado bien la situación y has conseguido que dirijan su extraño código anti-chivatos contra 9 y 12, es probable que incluso surjan buenas palabras hacia 10.
En algunas ocasiones mis alumnos lo han llamado «buena gente». En la mejor de mis experiencias, lo llamaron «héroe».
Héroe.
De chivato a héroe.
Y así es como, trabajando en grupo, consigo que los espectadores del bullying pierdan el miedo y la presión a avisar a los profes, a la vez que desmonto el argumentario de quien quiera ejercer ese control.
Esta es la tabla con una columna incluida que contiene las respuestas de mis estudiantes, tras haber puesto en práctica la dinámica en clase:

Esta dinámica no acaba aquí: Requiere mantenimiento.
Muy importante que, desde la finalización de la actividad en adelante, cada vez que te cuadre, recuerdes qué es un chivato y qué no, según el consenso.
Yo imprimí la tabla con las respuestas, se las pasé de uno en uno para que la firmasen (mostrando su acuerdo individual con el sentir de la mayoría), la plastifiqué y la pegué junto a la pizarra.
No pierdas oportunidad de traerla a cuento: Cada vez que oigas o te digan que alguien ha acusado de chivato a otro, detén la clase y, en grupo, analiza con tus alumnos si se le puede considerar así según el acuerdo mayoritario del grupo.
Cuando sucedan conflictos puntuales, es posible que la persona perjudicada por la pérdida del mecanismo de control social te salga con un “me da igual: Para mí es un chivato y punto”. Pero habrá quedado en evidencia (y si no, tú se lo dejarás caer) que eso se debe a que él es parte interesada.
Acaba siempre estas discrepancias con un «pues el resto de la clase no piensa de la misma manera. Oye… ¿no es esta tu firma, mostrando tu conformidad con que esa definición no es la de un chivato?».
Es normal que el perjudicado de un “chivatazo” quiera usar la técnica de silenciamiento, pero si el grupo no lo apoya, perderá el poder de refuerzo negativo social y empoderaremos a los espectadores que quieran informar.
Con este sistema conseguiremos:
- Que la clase haya relativizado el concepto «chivato» y que se haya abierto a considerar positivas algunas de las conductas estigmatizadas.
- Que la clase haya validado públicamente, al menos una vez, la conducta del informador honesto que busca ayudar a un tercero.
- Que el informador cuente con fundamentos que le permitan no sentirse mal consigo mismo por alertar de agresiones, pudiendo avisar sin autopercibirse «chivato».
- Que el informador cuente con argumentos para defender sus actos ante quienes lo censuren por reportar situaciones de abuso.
- Que el acosador vea su impunidad en riesgo.
Advertencia: Prepárate para ser cuestionado por tus compañeros. Esta técnica puede ser considerada por sus detractores como una «manipulación del pensamiento del alumnado».
Mi respuesta a quienes piensen así: ¡Pues vale!
Es un intento intencionado e interesado de dirigir un pensamiento negativo, profundamente equivocado y arraigado en las cabezas de nuestros alumnos, a una concepción que dé libertad a los estudiantes para avisar a la autoridad cuando sean testigos de acoso escolar.
Un profesor limitándose a proponer una reflexión durante una hora de tutoría, no puede competir con toda un aula llena de compañeros adoctrinados en la ley del silencio, una sociedad mayoritariamente equivocada que la aplaude y, en ocasiones, hasta con familias que creen ciegamente en la infantil ideología del «nadie quiere a los chivatos».
Necesitamos estrategias de ingeniería social mejor planteadas para lograr ese cambio de chip que una charla motivacional.
Y si, al hecho de conseguir que más alumnos informen de los actos de agresión a la autoridad docente con mayor libertad, para que esta pueda detectar y atajar a tiempo los casos de acoso escolar (que, según la Asociación Americana de Pediatras, está relacionado con el 78% del suicidio infantil, la que es la mayor causa de mortalidad infantil en nuestro país), alguien quiere llamarlo «manipular»… pues bienvenido sea.
Yo seguiré llamándolo educar.
